Colaboración con Hipertextual.
La enfermedad de Alzheimer supone uno de los mayores retos sanitarios a los que se enfrentan los países occidentales. Tanto por el impacto que sufren las familias con miembros afectados por esta dolencia como por los elevados recursos que requiere de los sistemas de salud pública. Solo en España, actualmente hay más de 1,2 millones de pacientes con Alzheimer y se estima que alrededor de 50 millones de personas en el mundo sufren este tipo de demencia asociada a la edad. Con el envejecimiento progresivo de la población, se espera que este número se duplique en 20 años.
A pesar de que se ha investigado intensamente desde hace varias décadas en la búsqueda de un fármaco que pueda retrasar o prevenir el deterioro cognitivo o la demencia asociada al Alzheimer, este esfuerzo ha sido infructuoso: no existe ningún compuesto que haya demostrado ser realmente eficaz. Los medicamentos dirigidos a tratar este tipo de demencia tan solo pueden aliviar temporalmente ciertos síntomas.
Por ello, los ensayos clínicos que se han realizado en los últimos años para evaluar la eficacia de tratamientos experimentales para combatir el Alzheimer han supuesto una decepción tras otra. La pregunta clave es: «¿Por qué?». Dos son las principales hipótesis que se barajan. La primera, que las dianas terapéuticas (placas de beta amiloide y ovillos neurofibrilares de tau) sobre las que actúan los fármacos no están realmente involucradas en la causa o en el desarrollo del Alzheimer.
La segunda explicación plantea que los medicamentos actuales sí podrían llegar a ser efectivos, pero los aplicamos demasiado tarde a las personas afectadas. Cuando aparecen los síntomas y signos característicos de esta demencia que permiten su diagnóstico, el daño cerebral podría ser ya irreversible y demasiado avanzado como para que cualquier fármaco pudiera ejercer algún efecto positivo.
Seguir leyendo en: La inteligencia artificial: una tecnología experimental para predecir el alzheimer en personas sanas