Colaboración con El País.
Los sueños, rodeados de un aura mística y misteriosa, han intrigado al ser humano desde tiempos remotos. Hace más de 4.000 años, los habitantes de la antigua Babilonia prestaban una importancia sagrada a las ensoñaciones. No solo tenían a su propia diosa, Mamu, que velaba por los buenos sueños de la gente, sino que también desarrollaron documentos sobre la interpretación de los sueños. En este aspecto, es célebre el relato del sueño del rey babilonio Nabucodonosor II, narrado en la Biblia, que removió cielo y tierra para intentar conocer el significado de su sueño, llamando a multitud de astrólogos, adivinos y magos. El mismo Sigmund Freud otorgó un gran papel a los sueños, que consideraba manifestaciones simbólicas de deseos reprimidos y una vía de acceso al inconsciente. Para él, la interpretación de estas fantasías oníricas era una de las claves para entender la psicología de sus pacientes y aplicar un tratamiento.
A pesar de que los adultos empleamos entre el 20% y el 25 % de nuestro tiempo durmiendo a soñar, la ciencia no empezó a disipar la magia que rodeaba a los sueños hasta hace relativamente muy poco. Fue a partir de mediados del siglo XX, cuando se popularizaron herramientas como el electroencefalograma, que pudimos asomarnos, por primera vez de forma rigurosa, al etéreo y esquivo mundo de los sueños.
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