Colaboración con eldiario.es.
El año 2020 finalizaba con un hito científico histórico. En menos de un año desde que la epidemia de SARS-CoV-2 comenzara a amenazar al mundo, ya había vacunas de eficacia demostrada administrándose a ciudadanos de múltiples países. El triunfalismo se desató entre algunas personas, que ya veían el punto final de la pandemia. Sin embargo, el optimismo inicial ha ido dejando paso, poco a poco, a unas expectativas más realistas con el transcurrir de las semanas. Una vacuna solo puede ser efectiva cuando se administra, pero producirla y distribuirla a miles de millones de personas es un proceso irremediablemente lento y con obstáculos en el camino.
La pandemia continuará con nosotros a lo largo de 2021 y, por tanto, seguiremos dependiendo de los tratamientos contra la COVID-19 para paliar sus estragos, sobre todo entre las personas más vulnerables. En comparación con el éxito de las vacunas, los tratamientos experimentales contra la enfermedad causada por el coronavirus han ofrecido beneficios modestos hasta ahora.
Múltiples fármacos antivirales/antiinflamatorios (hidroxicloroquina, lopinavir, ritonavir, interferón beta…) han fracasado en los ensayos clínicos y aún muchos siguen todavía evaluándose sin que su utilidad esté totalmente clara. Por ahora, el corticoide dexametasona es el medicamento que ofrece mejores resultados al mejorar significativamente la supervivencia de las personas con COVID-19 afectadas por neumonías graves inflamatorias. El papel del remdesivir sigue siendo dudoso, pues solo se ha observado el acortamiento del tiempo de hospitalización en unos días, sin mejoras en la mortalidad de los pacientes.
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