Colaboración con eldiario.es.
Decía el célebre científico y divulgador Carl Sagan que «Afirmaciones extraordinarias requieren evidencias extraordinarias». Como defensor del pensamiento crítico, Sagan argumentaba que las afirmaciones debían tener unas pruebas detrás que las respaldasen. Además, si estas afirmaciones eran realmente extraordinarias, las pruebas que se necesitaban para demostrar que eran ciertas debían también serlo.
En otras palabras, la carga de la prueba recae en quien afirma algo y, por tanto, no son las demás personas las que tienen la obligación de demostrar que esa persona está equivocada. Para ilustrar esta idea explicaba el caso del dragón en el garaje. Si un individuo afirma que hay un dragón en el garaje, es este individuo el que debe demostrar que es así. Los demás no tienen por qué invertir tiempo ni recursos en investigar y rebatir esta extraordinaria afirmación.
La idea anterior parece sencilla, lógica y coherente. En un mundo ideal en el que este principio básico se siguiera al pie de la letra, las mentiras no llegarían muy lejos porque carecerían de las pruebas para darles sustento. La gente, en lugar de creer lo que escuchara, solicitaría las pruebas que hay detrás y, al carecer de ellas, la afirmación caería en el olvido y la persona que clamaba dicho hecho despertaría gran desconfianza. Desafortunadamente, el mundo real es muy diferente. Las creencias están más extendidas que el escepticismo y el pensamiento crítico. Muy rara vez se solicitan pruebas de algo, mucho menos cuando las afirmaciones refuerzan las creencias previas.
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