Colaboración con Investigación y Ciencia.
Uno de los primeros rasgos que mostró la COVID-19 al principio de la pandemia fue la diversa gravedad de sus manifestaciones clínicas entre las personas que la sufrían. La infección por SARS-CoV-2 puede pasar totalmente desapercibida, sin ningún síntoma aparente o con síntomas muy sutiles que se confunden con un resfriado/gripe, o puede llegar causar una muerte agónica por la gran afectación de los pulmones. Entre ambos extremos, se documentan una amplia variedad de signos y síntomas de mayor o menor consideración.
Pronto se confirmó que determinados grupos de individuos, como ancianos y afectados por diversas enfermedades de base tenían un riesgo muy superior a padecer la forma más grave de la COVID-19. Además, los hombres, comparado con las mujeres, también eran más vulnerables a sufrir complicaciones por esta dolencia infecciosa. Las posibles razones que se han planteado tras esta diferencia de riesgo entre sexos son numerosas y tienen que ver no solo con factores biológicos, sino también ambientales.
Entre dichos factores, múltiples estudios sugieren que diferentes niveles de hormonas en sangre, como estrógenos y testosterona, podrían influir en el pronóstico de sufrir una infección por coronavirus grave. Al principio, se planteó que niveles altos de testosterona podían implicar un mayor riesgo de hospitalización por COVID-19 y, por eso, los hombres eran más vulnerables. Más tarde, se propuso que niveles bajos de esta hormona en los ancianos podían contribuir a un peor pronóstico. En la actualidad, varios ensayos clínicos están evaluando la seguridad y la eficacia de fármacos inhibidores de la testosterona para aliviar los síntomas de la COVID-19.
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