Colaboración con el Cuaderno de Cultura Científica.
Los seres humanos somos animales visuales. Exceptuando a los ciegos, la vida cotidiana de las personas gira principalmente en torno al sentido de la vista, mientras que el resto de los sentidos desempeñan un papel secundario. Nuestro olfato, por ejemplo, en comparación con el de muchos otros animales, es pobre y tiene una función mucho menos vital que la vista o el oído. Sin embargo, con la pandemia de COVID-19 este menospreciado sentido cobró un protagonismo inusitado. Multitud de personas a lo largo del mundo notaron que habían perdido parcial (hiposmia) o totalmente su capacidad olfatoria (anosmia) tras la infección por el SARS-CoV-2. Como consecuencia, muchas de ellas tenían menos apetito, al tener dificultades para oler los alimentos o para degustarlos. Esto se debe a que el olfato también interviene, junto con el gusto, en el reconocimiento del sabor de los alimentos.
Más allá de los papeles más obvios del olfato como son el disfrute de los alimentos y evitar la inhalación de sustancias que puedan ser tóxicas para las personas, este sentido influye en otros muchos aspectos de nuestra vida que pueden pasar desapercibidos: potencia la evocación de recuerdos, interviene en la selección de pareja sexual, modula la frecuencia cardíaca, la presión arterial y la percepción del dolor, provoca cambios en el estado de ánimo o de alerta…
Aunque el sentido del olfato del Homo sapiens no destaque especialmente por su capacidad para detectar olores débiles ni por su habilidad para distinguir sutiles diferencias entre aromas, existe una importante variabilidad entre individuos… y entre sexos. Por lo general, las mujeres tienen el olfato más desarrollado que los hombres en todos los aspectos. Por un lado, su umbral olfativo es más bajo, es decir, necesitan una menor concentración de una sustancia en el aire para detectar su olor. Por otro, también tienen una capacidad mayor para identificar olores concretos y distinguirlos entre ellos.
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